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En los años
50 un tipo llamado Eugene Aserinsky encontró un electroencefalógrafo (a partir
de ahora, EEG) averiado en el sótano de la Universidad de Chicago. Aserinsky, bueno es saberlo, estaba interesado en el estudio científico del sueño humano.
En esa época, los sabios pensaban que el cerebro simplemente se desconecta cuando nos vamos a la piltra. Era cosa sabida, preguntaras a quien preguntases: se suponía que durante el sueño las neuronas no exhibían ningún comportamiento especial, y que solamente debía tenerse en cuenta el chisporroteo automático de aquellas que se encargaban del mantenimiento vital. Dormir era como recargar el móvil. Claro está que esta analogía no estaba disponible en la década de 1950, pero esa es la idea. Quien pensara lo contrario podía ser tildado de aventurero intelectual, o peor incluso, de freudiano.
Aserinsky logró
recomponer el EEG y pensó en usarlo para medir la actividad eléctrica de los
cerebros durante el sueño. Colocó un anuncio en la puerta de su despacho, en el
que pedía voluntarios para someterse a una monitorización de los períodos de
sueño mediante el estudio de las ondas cerebrales por medio de EEG, una solemne
concatenación de palabras que encubrían lo que era básicamente un disparo a
ciegas. Solamente se mostró interesada una estudiante de fisiología; la cual,
al ver el aparato y los treinta y siete electrodos que debía colocarse entre su
cuero cabelludo y su nuca, preguntó que cuánto se le iba a pagar. Aserinsky fue
sincero y le contestó que no había financiación por parte de la universidad, y
que él por su parte no tenía dinero, de modo que la participación en el estudio
era por amor al arte y a la ciencia. La estudiante de fisiología no se lo pensó mucho. Dijo que
nanay.
Después de un año y
desesperado, Aserinsky se llevó el EEG a su casa, y tras hablarlo con su mujer
y su hijo, se dispuso a colocar los electrodos en la cabeza de Armond.
4 de diciembre de 1951.
La familia Aserinsky cena y luego hijo y padre van al dormitorio, en cuya
mesita de noche hay un armatoste de casi un metro de largo, envuelto en largas
tiras de papel de impresión amarillento y del que cuelgan treinta y siete
cables de diversos colores terminados en discos "sucios". Eso sin
contar la maraña de cables que entran y salen esotéricamente por todas partes.
La máquina parece un cruce entre un aparato de tortura klingon y una impresora
steampunk, pero el muchacho ríe encantado mientras su papá coloca
cuidadosamente los electrodos en su cabecita. Luego arrastra el EEG fuera del
dormitorio y da las buenas noches a Armond.
El chaval se duerme
pasada una hora. Aserinsky sale del dormitorio sin hacer ruido y lleva el
EEG a su despacho, arrastrándolo
cuidadosamente por el suelo. Las doce agujas terminadas en depósitos de tinta
trazan lentas y plácidas ondas de las que se denominaban "alfa", y
que los científicos consideraban el epítome del soñar: una lento, plácido,
sosegado intermedio que preparaba el cuerpo para el frenesí sensorial de la
vida despierta. Conforme pasan los minutos, el psicólogo empieza a convencerse
a sí mismo de que todo aquello es una pérdida de tiempo y que, a fin de
cuentas, el director de su tesis de posdoctorado y los colegas de la facultad
tienen razón. No había nada interesante que decir sobre el sueño. Nada que
rascar. Ha elegido una vía muerta y se va a morir de hambre.
Pero aproximadamente a los
cuarenta minutos de haberse dormido su hijo, las agujas empiezan a moverse de
otra forma. Aserinsky se frota los ojos. Ahora aquello es una fiesta: las ondas
han adquirido un matiz frenético, picudo, de alta frecuencia, que el psicólogo, aturdido, confunde con la
actividad cerebral de un cerebro en estado de vigilia. Pensando que Armond se
ha despertado (no es fácil conciliar el sueño con una maraña de electrodos
conectados a la cabeza y con una máquina chirriando e imprimiendo en el
pasillo, a pocos metros) Aserinsky entra en el dormitorio de su hijo y lo llama
en voz baja. No hay respuesta. Se acerca a la cama con cuidado de no pisar los cables.
Armond está profundamente dormido. Se acerca más. Vuelve a pronunciar su
nombre. Nada: de verdad que está dormido.
Aserinsky no se fía. Es
probable, piensa, que haya hecho una lectura errónea y que el extraño movimiento ocular sea un
fantasma, porque ahora ha dejado de producirse. De modo que interrumpe el
experimento en ese punto y reúne en un barullo los cuatro metros de gráficas
con ondas, que pliega e introduce en una caja. Luego despierta a su hijo y le
retira gentilmente los electrodos. Charla un rato con él (el niño parece que ha
tenido un sueño muy extraño y que recuerda sorprendentemente bien, pero su
padre se siente un poco culpable por las molestias que le está causando e
insiste en que vuelva a dormirse) y cuando por fin Armond consigue caer de
nuevo en brazos de Morfeo, lo deja tranquilo. Se pasa el resto de la noche
revisando el EEG. No parece haber nada raro, pero él es psicólogo, no ingeniero
eléctrico. A la mañana siguiente lleva máquina y caja al despacho de su
director, Nathaniel Kleitman. Este hombre, con tacto, indica que no pueden sacarse
conclusiones válidas de un estudio tan inusual y fuera de los estándares de
laboratorio, e indica amablemente que lo más seguro es que el EEG le haya
gastado una broma a Aserinsky. No es raro con ese tipo de aparatos, tan
sensibles y complicados, dice.
Los dos, Aserinsky y el director, revisan una
vez más el EEG. Lo prueban por turnos. Y lo cierto es que parece que funciona
correctamente.
Ahora Kleitman
vuelve a mirar la gráfica y señala con el dedo el lugar donde las ondas alfa
pasaron a convertirse en otra cosa. Escucha de nuevo la narración que hace Aserinsky
de lo sucedido la noche anterior. Asiente con la cabeza. Le dice a su pupilo
que no estaría de más repetir el experimento. Y aquí tenemos otra vez al niño
Armond con la maraña de electrodos, y a Aserinsky revisando gráficas en su
despacho, pero ahora Kleitman está con él, con una cafetera de café cargado
preparada por la mujer del joven psicólogo en la mano y posiblemente comiendo
algo, quizá un trozo de tarta de manzana.
Dramatización: las gráficas oscilan
locamente y los dos hombres entran en el dormitorio que comparte toda la
familia. Debe hacer frío: Chicago en diciembre es muy frío. El director toma
nota del niño plácidamente dormido, de los ojos en movimiento bajo los
párpados, y se vuelve hacia Aserinsky y le susurra: "Eugene, aquí hay
algo". La música sube de volumen: un soñador de la ciencia es vindicado por la vieja guardia. O así sería en una novelucha. En realidad, es muy posible que ambos hombres estuvieran jodidos de sueño y con ganas de tirarse largos en una cama.
Y entra el dinero.
Aserinsky se hace con un aparato nuevo y somete a varios voluntarios (ahora
entusiastas) a una monitorización de la actividad eléctrica de sus cerebros mientras
soban en condiciones controladas de laboratorio. El patrón de ondas eléctricas
de Armond se repite en todos los casos. Y se añade el hecho de que, en casi
todos los casos, si se despierta al voluntario durante la fase de ondas
locuelas, éste refiere haber tenido un sueño. El fenómeno ocular también se
produce universalmente: Aserinsky lo bautiza como movimientos oculares
espasmódicos en un primer momento, pero tras hablarlo con el director,
cambia espasmódicos por
rápidos, ya que a ambos les incomoda la connotación patológica de
la palabra "espasmódico".
Movimientos oculares
rápidos. En inglés, rapid eye movements. O sea, REM.
Una vez reunido un buen
cuerpo de resultados, Aserinsky y su director publicaron un artículo titulado
"Regularly Occuring Periods of Eye Motility, and Concomitant Phenomena,During Sleep" ("Períodos de motilidad ocular de ocurrencia regular y
fenómenos concomitantes durante el sueño") en abril de 1953. Se puede afirmar que es uno de los trabajos
más importantes de la psicología del siglo XX. En primer lugar, derriba la idea
de que dormir es una mera desconexión de la experiencia vigil: dentro del
cerebro pasan cosas mientras se duerme. Cosas fascinantes, como las pesadillas y las alucinaciones con súcubos y el sonambulismo. Y en segundo lugar, abrió todo un nuevo
campo de estudio. Tras Aserinsky, multitud de psicólogos, neurofisiólogos y
psiquiatras de todo el mundo se lanzaron a explorar el misterioso teatro de la
noche armados con aparatejos que traducían la singular experiencia del soñar en
líneas trazadas sobre una hoja de papel. Y todo eso gracias a un crío de ocho años.
Aserinsky siguió siendo un aventurero intelectual: tras ser el primer ser humano en poner un pie metafórico en el inmenso y neblinoso País del Sueño, se dedicó a estudiar los efectos de las corrientes eléctricas en los salmones.
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