jueves, 29 de mayo de 2014

R.E.M.

 
uam.es
 
En los años 50 un tipo llamado Eugene Aserinsky encontró un electroencefalógrafo (a partir de ahora, EEG) averiado en el sótano de la Universidad de Chicago. Aserinsky, bueno es saberlo, estaba interesado en el estudio científico del sueño humano.
 
En esa época, los sabios pensaban que el cerebro simplemente se desconecta cuando nos vamos a la piltra. Era cosa sabida, preguntaras a quien preguntases: se suponía que durante el sueño las neuronas no exhibían ningún comportamiento especial, y que solamente debía tenerse en cuenta el chisporroteo automático de aquellas que se encargaban del mantenimiento vital. Dormir era como recargar el móvil. Claro está que esta analogía no estaba disponible en la década de 1950, pero esa es la idea. Quien pensara lo contrario podía ser tildado de aventurero intelectual, o peor incluso, de freudiano.
 
Datos: Aserinsky era pobre como una rata. Vivía en un piso alquilado del extrarradio, no tenía calefacción y apenas le daba para dar de comer a su mujer y a su hijo, Armond. En el plano académico, su interés en la psicología del sueño no le reportaba ni aprecio ni financiación: nadie daba un duro por lo que se consideraba una vía muerta de investigación. Era un aventurero intelectual, ya que era conocido por sus ideas heterodoxas, su escasa paciencia y lo errático de sus intereses.
 

Aserinsky logró recomponer el EEG y pensó en usarlo para medir la actividad eléctrica de los cerebros durante el sueño. Colocó un anuncio en la puerta de su despacho, en el que pedía voluntarios para someterse a una monitorización de los períodos de sueño mediante el estudio de las ondas cerebrales por medio de EEG, una solemne concatenación de palabras que encubrían lo que era básicamente un disparo a ciegas. Solamente se mostró interesada una estudiante de fisiología; la cual, al ver el aparato y los treinta y siete electrodos que debía colocarse entre su cuero cabelludo y su nuca, preguntó que cuánto se le iba a pagar. Aserinsky fue sincero y le contestó que no había financiación por parte de la universidad, y que él por su parte no tenía dinero, de modo que la participación en el estudio era por amor al arte y a la ciencia. La estudiante de fisiología no se lo pensó mucho. Dijo que nanay.
 
Después de un año y desesperado, Aserinsky se llevó el EEG a su casa, y tras hablarlo con su mujer y su hijo, se dispuso a colocar los electrodos en la cabeza de Armond.
 
4 de diciembre de 1951. La familia Aserinsky cena y luego hijo y padre van al dormitorio, en cuya mesita de noche hay un armatoste de casi un metro de largo, envuelto en largas tiras de papel de impresión amarillento y del que cuelgan treinta y siete cables de diversos colores terminados en discos "sucios". Eso sin contar la maraña de cables que entran y salen esotéricamente por todas partes. La máquina parece un cruce entre un aparato de tortura klingon y una impresora steampunk, pero el muchacho ríe encantado mientras su papá coloca cuidadosamente los electrodos en su cabecita. Luego arrastra el EEG fuera del dormitorio y da las buenas noches a Armond.
 
El chaval se duerme pasada una hora. Aserinsky sale del dormitorio sin hacer ruido y lleva el EEG  a su despacho, arrastrándolo cuidadosamente por el suelo. Las doce agujas terminadas en depósitos de tinta trazan lentas y plácidas ondas de las que se denominaban "alfa", y que los científicos consideraban el epítome del soñar: una lento, plácido, sosegado intermedio que preparaba el cuerpo para el frenesí sensorial de la vida despierta. Conforme pasan los minutos, el psicólogo empieza a convencerse a sí mismo de que todo aquello es una pérdida de tiempo y que, a fin de cuentas, el director de su tesis de posdoctorado y los colegas de la facultad tienen razón. No había nada interesante que decir sobre el sueño. Nada que rascar. Ha elegido una vía muerta y se va a morir de hambre.
 
Pero aproximadamente a los cuarenta minutos de haberse dormido su hijo, las agujas empiezan a moverse de otra forma. Aserinsky se frota los ojos. Ahora aquello es una fiesta: las ondas han adquirido un matiz frenético, picudo, de alta frecuencia,  que el psicólogo, aturdido, confunde con la actividad cerebral de un cerebro en estado de vigilia. Pensando que Armond se ha despertado (no es fácil conciliar el sueño con una maraña de electrodos conectados a la cabeza y con una máquina chirriando e imprimiendo en el pasillo, a pocos metros) Aserinsky entra en el dormitorio de su hijo y lo llama en voz baja. No hay respuesta. Se acerca a la cama con cuidado de no pisar los cables. Armond está profundamente dormido. Se acerca más. Vuelve a pronunciar su nombre. Nada: de verdad que está dormido.
 
Bajo las persianas de los párpados, los ojos de Armond se mueven como a espasmos en las cuencas.
 
Aserinsky no se fía. Es probable, piensa, que haya hecho una lectura errónea y que el extraño movimiento ocular sea un fantasma, porque ahora ha dejado de producirse. De modo que interrumpe el experimento en ese punto y reúne en un barullo los cuatro metros de gráficas con ondas, que pliega e introduce en una caja. Luego despierta a su hijo y le retira gentilmente los electrodos. Charla un rato con él (el niño parece que ha tenido un sueño muy extraño y que recuerda sorprendentemente bien, pero su padre se siente un poco culpable por las molestias que le está causando e insiste en que vuelva a dormirse) y cuando por fin Armond consigue caer de nuevo en brazos de Morfeo, lo deja tranquilo. Se pasa el resto de la noche revisando el EEG. No parece haber nada raro, pero él es psicólogo, no ingeniero eléctrico. A la mañana siguiente lleva máquina y caja al despacho de su director, Nathaniel Kleitman. Este hombre, con tacto, indica que no pueden sacarse conclusiones válidas de un estudio tan inusual y fuera de los estándares de laboratorio, e indica amablemente que lo más seguro es que el EEG le haya gastado una broma a Aserinsky. No es raro con ese tipo de aparatos, tan sensibles y complicados, dice.
 
Los dos, Aserinsky y el director, revisan una vez más el EEG. Lo prueban por turnos. Y lo cierto es que parece que funciona correctamente.
 
Ahora Kleitman vuelve a mirar la gráfica y señala con el dedo el lugar donde las ondas alfa pasaron a convertirse en otra cosa. Escucha de nuevo la narración que hace Aserinsky de lo sucedido la noche anterior. Asiente con la cabeza. Le dice a su pupilo que no estaría de más repetir el experimento. Y aquí tenemos otra vez al niño Armond con la maraña de electrodos, y a Aserinsky revisando gráficas en su despacho, pero ahora Kleitman está con él, con una cafetera de café cargado preparada por la mujer del joven psicólogo en la mano y posiblemente comiendo algo, quizá un trozo de tarta de manzana.
 
Dramatización: las gráficas oscilan locamente y los dos hombres entran en el dormitorio que comparte toda la familia. Debe hacer frío: Chicago en diciembre es muy frío. El director toma nota del niño plácidamente dormido, de los ojos en movimiento bajo los párpados, y se vuelve hacia Aserinsky y le susurra: "Eugene, aquí hay algo". La música sube de volumen: un soñador de la ciencia es vindicado por la vieja guardia. O así sería en una novelucha. En realidad, es muy posible que ambos hombres estuvieran jodidos de sueño y con ganas de tirarse largos en una cama.
 
Y entra el dinero. Aserinsky se hace con un aparato nuevo y somete a varios voluntarios (ahora entusiastas) a una monitorización de la actividad eléctrica de sus cerebros mientras soban en condiciones controladas de laboratorio. El patrón de ondas eléctricas de Armond se repite en todos los casos. Y se añade el hecho de que, en casi todos los casos, si se despierta al voluntario durante la fase de ondas locuelas, éste refiere haber tenido un sueño. El fenómeno ocular también se produce universalmente: Aserinsky  lo bautiza como movimientos oculares espasmódicos en un primer momento, pero tras hablarlo con el director, cambia  espasmódicos por rápidos, ya que a ambos les incomoda la connotación patológica de la palabra "espasmódico".
 
Movimientos oculares rápidos. En inglés, rapid eye movements. O sea, REM.
 
Una vez reunido un buen cuerpo de resultados, Aserinsky y su director publicaron un artículo titulado "Regularly Occuring Periods of Eye Motility, and Concomitant Phenomena,During Sleep" ("Períodos de motilidad ocular de ocurrencia regular y fenómenos concomitantes durante el sueño") en abril de 1953.  Se puede afirmar que es uno de los trabajos más importantes de la psicología del siglo XX. En primer lugar, derriba la idea de que dormir es una mera desconexión de la experiencia vigil: dentro del cerebro pasan cosas mientras se duerme. Cosas fascinantes, como las pesadillas y las alucinaciones con súcubos y el sonambulismo. Y en segundo lugar, abrió todo un nuevo campo de estudio. Tras Aserinsky, multitud de psicólogos, neurofisiólogos y psiquiatras de todo el mundo se lanzaron a explorar el misterioso teatro de la noche armados con aparatejos que traducían la singular experiencia del soñar en líneas trazadas sobre una hoja de papel. Y todo eso gracias a un crío de ocho años.
 
Aserinsky siguió siendo un aventurero intelectual: tras ser el primer ser humano en poner un pie metafórico en el inmenso y neblinoso País del Sueño, se dedicó a estudiar los efectos de las corrientes eléctricas en los salmones.
 
 
 
 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
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4 comentarios:

  1. Vaya mierda de final, Calicos. Podrías habernos metido una de tus dramatizaciones.

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  2. Llevas razón, pero qué le vamos a hacer. Para ser sinceros es una mierda de principio a fin :-)

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  3. Eso sí que no. Es un relato bien hilvanado y escrito con la exiquisitez retórica que te caracteriza, en el que haces que el lector se sienta parte de la historia, compartiendo los desvelos de Aserinsky por investigar el sueño (¿qué contradicción, verdad?). Pero creas unas expecativas que al final defraudas. Intenta corregirlo para el futuro.

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