martes, 18 de junio de 2013

LAS 4 BATALLAS MÁS ABSURDAS DE LAS GUERRAS NAPOLEÓNICAS

- Una noche en París llenará todos los huecos.
NAPOLEÓN BONAPARTE, contemplando las pilas de muertos tras la batalla de Eylau.
 
Se conocen por guerras napoleónicas, amigos, aquellos choques armados que convulsionaron Europa durante el tiempo en que el civil corso Nabulione di Buonaparte (más tarde general del arma de artillería del ejército de la República Francesa Napoleón Bonaparte, luego Primer Cónsul de Francia ciudadano Bonaparte, a continuación emperador de los franceses Napoleón I, después prisionero político en la isla de Elba, a continuación emperador Napoleón I one more time, y, tras un período como viejo chocho contador de batallitas en la isla de Santa Helena, finalmente cadáver putrefacto) metió su hocico diabólico en los asuntos de las naciones. Es posible que Napo haya pasado a la Historia como un gran conquistador, un monarca ilustrado, un genio de la estrategia militar y un aficionado a turistear por islas melancólicas. Pero lo cierto es que bajo su égida murieron cientos de miles de personas, cosa que creo que le convierte en lo que podríamos denominar, con todo el respeto que le debemos al insigne personaje, un pedazo de hijo de la gran puta.

Otra isla visitada por el emperador de los franceses
 
 
A continuación repasaremos las cuatro batallas más absurdas de una época apasionante en la que las pistolas eran de chispa, había barcos enormes de madera que se destrozaban entre ellos a cañonazos, los coraceros se lanzaban a la carga aullando sobre filas de soldados con uniformes de colores que se jiñaban encima y donde de vez en cuando un obús partía a alguien por la mitad. Una época gloriosa.
 
La batalla del Nilo
Contendientes: franceses versus británicos de la Gran Bretaña.
Ubicación: bahía de Aboukir, Egipto.
Fecha: 1-2 de agosto de 1798.
Efectivos: los británicos contaban con catorce barcos, incluyendo el buque insignia Vanguard al mando del almirante Horatio Nelson. Los franceses disponían de trece embarcaciones, incluyendo al buque insignia L'Orient al mando del almirante Brueys.
Recuento de bajas: dos fragatas francesas acabaron en el fondo del mar, y además otras nueve fueron capturadas por los ingleses. Dos mil infantes de marina y tripulantes franceses fueron muertos o heridos. Los británicos victoriosos lamentaron 213 bajas mortales y unos 600 heridos.
Sinopsis: en el verano de 1798 Napoleón había decidido llevar a Egipto las luces de la Revolución Francesa, y allí que se fue con una gran flota, un nutrido ejército y un enorme séquito de empollones (entre los que se encontraba Jean-François Champollion, el Hombre que Descifró los Jeroglíficos). Mientras Napo daba vueltas por el desierto, dormía en la cripta de una pirámide y peroraba sobre lo divino y lo humano con confusos lectores del Corán, su flota permanecía anclada en el golfo de Aboukir. Sin hacer nada de especial, saben. Cuando los ingleses se enteraron (estaban en guerra contra Francia desde 1793) mandaron otra flota al mando del marino más capaz, despiadado y narcisista que tenían: Nelson. El ataque del 1 de agosto de 1798 pilló a Brueys subiéndose los calzones, como si dijéramos. Muchos de sus hambrientos hombres estaban en la costa, muy ocupados en el saqueo y la violación de egipcias. La flota de Nelson se dividió en dos: una parte rodeó a los barcos franceses y la otra maniobró hasta quedar de costado y luego se dedicaron a cañonear a gusto el flanco desguarnecido de la flota francesa. Brueys estuvo dando órdenes catalépticas hasta que un proyectil ovalado de unos quince kilos impulsado a gran velocidad por el aire le dio en el cuerpo, causándole la muerte y esparciendo el cuerpo por el todo el maldito buque insignia. Tras esto, otra bala de cañón alcanzó la santabárbara y el L'Orient explotó y luego sé hundió en un par de minutos. Sin almirante y con el buque insignia desapareciendo bajo el mar en llamas y hecho mil pedazos, el resto de la flota francesa cedió al pánico e intentó escapar. Los barcos de Nelson los persiguieron sin descanso y capturaron nueve el día 2 de agosto. Únicamente tres pedazos de madera llenos de heridos asediados por el escorbuto alcanzaron el puerto de Brest muchos meses después. Lo más gracioso de todo es que cuando Napoleón regresó a Alejandría esperando ver a su fuerza naval aguardándole en la bahía se topó con un montón de barcos ingleses enemigos cuya tripulación le hizo jocosos calvos. Menuda cara de gilipollas debió quedársele.
 
Vacaciones en el mar.
Fuente: La Guía de la Historia
 
 
La batalla de Ulm
Contendientes: austriacos versus franceses.
Ubicación: sur de Alemania.
Fecha: octubre de 1805.
Efectivos: austriacos, 45000. Franceses, 150000.
Recuento de bajas: los pobres austriacos probaron una vez más en sus carnes la avanzada estrategia napoleónica y perdieron 10000 efectivos, entre muertos y heridos. Los franceses, que tuvieron unos mil muertos (poca cosa, por Marte), hicieron además 30000 prisioneros. Lo que se dice una paliza.
Sinopsis: en 1805 Gran Bretaña, Austria, Rusia y Suecia hicieron migas contra la amenaza gabacha, formando la Tercera Coalición. El caso es que en todos esos países mandaba un rey o un zar, como Dios manda, mientras que en Francia no había rey (¡es más, esos cabrones le habían cortado la cabeza al suyo!) y además el enano venenoso que ahora mandaba en ese avispero se había empeñado en conquistar Europa. Austria se la tenía jurada a Napo después de lo ocurrido en la batalla de Marengo (1800), por lo que concibió junto a los rusos un ambicioso plan ofensivo. Es decir, las cabezas pensantes de ambos ejércitos se reunieron para mirar unos mapas y marcar en ellos una serie de líneas rojas y flechas azules. Este plan consistía básicamente en hacer avanzar los contingentes por el sur de Alemania y el norte de Italia hasta entrar en territorio francés, donde tendría lugar la revancha austriaca. Dicho y hecho, a principios de septiembre de 1805 las tropas de casaca blanca ribeteada de rojo del general Mack von Lieberich se movieron hasta la localidad de Ulm, cerca del Danubio, y allí se acantonaron a la espera del colega ruso Mijaíl Kutuzov y sus cosacos. Y es que los cosacos, pese a ser unos brutos de cuidado, tenían mucha reputación. Todos esperaban mucho de los cosacos. Venga, cosacos, venid: os esperamos con los brazos abiertos. Pero los cosacos no llegaban, ya que se habían entretenido un poco por el camino desde Rusia robando ocas y cerdos y matando judíos y violando mujeres de diversas nacionalidades, y además von Lieberich era un tranquilazo y ocupaba su tiempo no preparándose para la contienda, no, sino paseando por las riberas del Danubio o escuchando conciertos en Ulm. Cuando lleguen los cosacos se va a enterar ese cabo liliputiense... pensaba. Y pasaban los días, hasta que sus edecanes le informaron (quizá con cierto nerviosismo) de que una ingente cantidad de soldados franceses habían cercado Ulm y que otra cantidad igual ya estaba en territorio prusiano. ¿Y los cosacos? Ni rastro, oiga. Von Lieberich dijo "no me jodas" o algo parecido y el resto se puede suponer. Aunque los austriacos iniciaron algunas escaramuzas para romper el cerco, no consiguieron gran cosa: Mack se rindió el 20 de octubre. Bonaparte no cabía en sí de gozo y sus ojos decían: "madre mía, soy el mílite más genial desde Aníbal Barca, que por cierto era tan bajito como yo. Crétins".
 
El lugar de la batalla de Ulm, hoy
Fuente: Wikipedia
 
 
La batalla de Eylau
Contendientes: franceses versus rusos.
Fecha: 8 de febrero de 1807.
Ubicación: Preussische-Eylau, Polonia.
Efectivos: los franceses victoriosos contaban con 71000 hombres. Los rusos, con 76000.
Recuento de bajas: curiosamente, aunque los soldados de leva robóticos de Napoleón se alzaron con la victoria oficial, sufrieron muchas más bajas que sus enemigos. Esta batalla marca el inicio de esa inspirada táctica napoleónica  llamada el Despilfarro Humano. Que consiste en: con tal de ganar, me importa un cojón de pato a cuántas personas haga morir. En fin, basta de rollos: los franceses tuvieron 25000 bajas, entre muertos y heridos. Los rusos lamentaron 15000 muertos y heridos, lo que tampoco es moco de pavo. Y basta de metáforas aviarias.
Sinopsis: una vez les hubo dado para el pelo a austriacos y prusianos (a éstos en la batalla de Jena/Auerstadt, que también fue de traca), sólo restaban los rusos para que la victoria de Napo sobre la Tercera Coalición fuera completa. Desde luego, no se solía hablar mucho de Trafalgar y los ingleses en presencia del emperador. Aunque es posible que los hombres del corso estuvieran hasta el gorro de marchar por toda Centroeuropa matando gente o dejándose matar, también es posible que adoraran a su papichulo como si de un dios (un dios pequeñito) se tratara. Y que, en consecuencia, lo siguieran para luchar hasta contra los marcianos si hiciera falta. Quién sabe. El caso es que el ejército francés (en aquellos tiempos conocido con el impresionante mote de Grande Armée) llegó a Polonia en pos de los rusos en el invierno de inicios de 1807. Polonia era un país muy eslavo que en esa estación resultaba pantanoso, frío y deprimente. Lo que no fue óbice para que Bonaparte echara unas cuantas canas al aire con Maria Waleska en habitaciones calentitas con mullidos lechos, mientras el típico casaca azul de grandes mostachos soportaba el frío, el hambre y el barro en tienduchas patéticas que olían a pedo. De pronto, en la localidad de Eylau, avanzadillas de franceses y rusos que buscaban papeo se encontraron sin pretenderlo. Mientras ambos ejércitos esperaban refuerzos, empezaron a pelear en medio de una jodida tormenta de nieve. Por el lado francés, Napoleón, henchido de autoestima (le daba igual que fueran austriacos, prusianos, rusos o velocirraptores al capullo) ordenó al mariscal Augereau que iniciara un ataque frontal con todos los hombres disponibles. A lo loco. Benningsen, que era el mandamás ruso (Alejandro I Romanov estaba escondido debajo del colchón en el Kremlin y Kutuzov había caído en desgracia) pudo disponer setenta cañones en la línea de avance enemiga. Las tropas francesas conocieron el infierno:las balas de cañón en el hielo y la nieve hacen cosas muy divertidas como rebotar y arrancarte la cabeza. La cosa iba tan mal para los franchutes que Augereau, malherido, forzó el repliegue (palabra técnica que quiere decir "corred como pollos sin cabeza, cabrones") de las fuerzas a su cargo, mientras Napoleón sufría una rabieta infantil en el transcurso de la cual rompió un catalejo. Pero a Napo le quedaba un comodín en forma del mariscal Murat y sus coraceros imperiales. Murat era como un gitano gay, con el pelo rizado y largas pestañas que gustaba de ir a la batalla disfrazado como una folclórica salida del Valhalla; todas las crónicas que hacen referencia a su persona lo describen como un poco menos inteligente que una jaca vieja, pero no se puede negar que era valiente como pocos. La carga de caballería de Murat (no hay recuentos fiables, pero es posible que hasta dos mil hermosos caballos fueran despedazados ese 8 de febrero) acojonó lo suficiente a Benningsen como para que ordenara su propio repliegue. Y con eso la batalla se acabó. En fin, Eylau no fue del agrado de Napoleón porque no había aniquilado al ejército enemigo, aunque se quedó a gusto en la batalla de Friedland (junio de 1807), tras lo que consiguió la paz con todos los Estados europeos excepto Inglaterra. ¡Alegría!
 
Napoleón con sus fans.
La batalla de Eylau, A. J. Gros
Fuente: Spanish Arts
 
 
La batalla del río Beresina
Contendientes: rusos versus franceses.
Fecha: 26-29 de noviembre de 1812.
Ubicación: al este de Minsk, Bielorrusia.
Efectivos: tras la atroz retirada de Moscú, en la que decenas de miles de soldados y personal auxiliar murieron a causa del frío, el hambre, las incursiones de cosacos locos y (en los primeros días) los fusilamientos por deserción, Napoleón contaba con unos 90000 efectivos más o menos capaces de presentar batalla. Los rusos, crueles en la victoria, opusieron unos 65000 hombres.
Recuento de bajas: Beresina fue el último clavo en el ataúd de la Grande Armée. 50000 soldados de casi todas las nacionalidades europeas fueron muertos o heridos (a los heridos los mataron los cosacos poco tiempo después del final de la batalla). Pese a todo, la desesperada defensa francesa ocasionó a los eslavos 10000 bajas.
Sinopsis: hagamos un breve resumen. Tras dar por finiquitado el fastidioso asunto español, Napoleón tuvo una idea de lo más locuela: decidió invadir Rusia. Montó un ejército inmenso de 614000 hombres, reclutando hombres, muchachos y críos de teta en todos los rincones de su imperio, y el 4 de junio lo lanzó contra los rusos. Los rusos no se dejaron amilanar y se fueron retirando en orden ante el avance francés, practicando la táctica de la tierra quemada a fin de que los soldados de casaca azul no tuvieran comida para comer ni techo bajo el que cobijarse. De esta forma, formaron un anzuelo que Napoleón se tragó con caña incluida. El estratega genial se iba adentrando más y más en la inmensidad vacía del país de los mujiks, incapaz de forzar una batalla decisiva. Tras la masacre de la fortaleza de Borodinó (7 de septiembre de 1812) los franceses alcanzaron Moscú. La ciudad estaba desierta: un edicto del zar, hecho cumplir por el fiel Kutuzov y el señor alcalde Rostopchin (véase Guerra y paz) había vaciado la capital de sus pobladores. Sólo quedaron algunos vagabundos, internos de manicomios e incendiarios. El día después de la llegada del Gran Ejército las llamas comenzaron a devorar la ciudad: no había provisiones, ni techos, y el invierno estaba ruso estaba cerca. El invierno es el mejor general con el que cuentan los rusos, y es por cierto un militar mucho más eficaz y despiadado que mil Napoleones. Bonaparte aún esperó un mes entre las ruinas calcinadas y luego heladas, intentado forzar al puto zar (al que se refería en sus cartas como bello monarca) a declarar un armisticio. No lo hubo. Abandonaron Moscú: dicen que los veteranos, hambrientos, ateridos, medio locos, le lanzaban a Napo a la cara sus legiones de honor, la máxima condecoración al valor en el ejército imperial. Comenzó una pesadilla darwiniana de supervivencia y muerte, pero Napoleón no se inmutaba. Los testimonios afirman que el emperador cabalgaba o ocupaba su trineo en silencio. Parecía tener la cabeza en otras cosas. Un buen puñado de sus servidores se pegó un tiro, sus soldados se comieron los caballos y luego a otros soldados: cada día la gente moría por docenas, luego por cientos. El caso es que cuando llegaron a la orilla del Beresina se toparon con el último círculo del infierno: el único puente había sido volado, y las tropas enemigas esperaban al otro lado, cantando. Y no podían retroceder, ya que otro contingente de cosacos sedientos de sangre les seguía de cerca (de vez en cuando atacaban a los rezagados y los empalaban por el mero placer de empalar a un francés). Viendo que peligraba su pellejo, el asesino en masa Bonaparte despertó de su hibernación. Envuelto en pieles de oso, gesticulante, ordenó a los ingenieros que levantaran un par de puentes de pontones. Los pontoneros hubieron de trabajar en condiciones terroríficas: las aguas del Beresina estaban indescriptiblemente heladas; bloques de hielo a la deriva podían amputar miembros con sus afilados rebordes. La batalla fue un caos, un sauve qui peut a treinta grados bajo cero. Consiguieron cruzar unos 35000, lo que es un triunfo y un honor no para el emperador de los franceses, sino para los ingenieros. Napoleón llegó a Polonia en un lujoso trineo, mientras mascullaba tontas excusas a Caulincourt, caballerizo imperial, ayuda de cámara, ex embajador en la corte del zar y lameculos profesional. Dichas excusas posteriormente pasaron a los libros de Historia convertidas en grandilocuentes mentiras. De los seiscientos catorce mil hombres del Gran Ejército apenas sobrevivieron diez mil.
 
Nevaba.
Fuente: His Libris
 
 
En fin, durante la era napoleónica se dieron muchas otras batallas tan sangrientas como las aquí referidas, pero quizá no tan grotescas. Como se sabe, Napo no murió fusilado contra un muro, ni acabó sus días colgando de una cuerda o lanceado por un cosaco borracho, sino que lo hizo en la cama. Por lo menos, nos queda el consuelo de imaginar a las larvas necrófagas engordando con la gelatina de sus cuencas oculares podridas.
 
 
 
 


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