sábado, 22 de noviembre de 2014

EL TREN SELLADO

Drama humano tangencialmente basado en hechos históricos
 

 
 
Se abre el telón.
 
Era un día de principios de marzo de 1917, calendario gregoriano, y Vladímir Uliánov estaba en su frío y miserable cuartucho de la calle Spiegelgasse, enfrascado en algún aspecto rebelde de su último mamotreto teórico-marxista, mientras su mujer aireaba la cama, preparaba té en el samovar y cumplía, en fin, con sus obligaciones maritales, cuando un mozo polaco adepto a los de su facción entró dando voces:
 
- ¡Camaradas, camaradas, ha estallado la revolución en Rusia!
 
Uliánov, al que sus cuates del partido bolchevique (en el exilio) llamaban "Lenin" por un río de la añorada aunque muy puta madre patria, dijo:
 
- ¿Eh?
 
Vladímir y el resto de exiliados rusos que plagaban Zúrich bajaron a la calle sin ni siquiera coger sus mugrientos tabardos para ponerse al tanto de las increíbles novedades. ¿Y cómo se pusieron al tanto de los acontecimientos, se podrían preguntar? ¿Mandaron telegramas cifrados a sus camaradas en Rusia? ¿Activaron su compleja red de espías, informadores y células durmientes? ¿Pusieron en marcha su inefable e imparable voluntad revolucionaria para tomar en sus manos las riendas de la Historia?
 
No. Fueron al kiosco a comprar el periódico.
 
En el periódico Neue Zürcher Zeitung Vladímir Uliánov leyó (entre la avalancha de partes bélicos de los diferentes frentes de guerra, rumores de epidemias, anuncios de perfumes y cartas al director con quejas sobre la actitud ácrata y traicionera de los poetas dadaístas) un pequeño suelto dedicado a lo que estaba pasando en lo que entonces se llamaba Petrogrado, y hoy se llama San Petersburgo. Donde parece ser, curiosamente, que todavía era febrero. Por lo visto, leyó Uliánov, el zar Nicolás II había abdicado. Y hay que joderse, la Duma (el parlamento ruso) había pasado a manos de demócratas entre los que destacaban los archienemigos políticos de Vladimir (llamados mencheviques). Y había motines en el ejército y algaradas en la Perspectiva Nevski. No se sabía mucho más. Tampoco es que nada de aquello le pareciese muy importante a los redactores del Neue Zürcher Zeitung.
 
De inmediato Vladímir se reunió con sus cuatro, o quizá una treintena, de sus más leales lacayos camaradas y les expuso sus planes.
 
- Ha estallado la revolución en Rusia - les dijo.
 
- Sí, eso dicen los periódicos. ¿Cómo es que no lo hemos visto venir, Ílich? - dijo un camarada.
 
- No te oliste la tostada - añadió otro.
 
- Cállate, Lermontov. No me toques los cojones ahora o te expulso del partido para que puedas ir a comerles la polla a tus amiguitos mencheviques - dijo Vladímir.
 
- Perdona, Ílich, no te pongas así, hombre - dijo Lermontov.
 
- Me pongo como me sale de los huevos - dijo Vladímir, nervioso - Camaradas, ahora mismo estamos transitando por el filo de la espada. Al borde del precipicio de la historia. Este es un momento decisivo. Es hora de tomar decisiones centralizadas y coherentes, y tenemos que conseguir llegar a Petrogrado como sea. Es imperativo, camaradas. Como vanguardia consciente de la revolución, podemos y por lo tanto debemos hacerlo. La revolución ha dado comienzo, eso está ahí, claro, pero mucho me temo que prematuramente. Si no actuamos pronto, se  convertirá en agua de borrajas y los pequeñoburgueses de la intelligentsia, actuando en connivencia con los así llamados "demócratas", que como sabéis no son más que los lameculos de las clase dominante, en fin, todos esos hijos de puta continuarán con la guerra imperialista y abortarán la revolución. ¡La revolución mundial pende de un hilo, camaradas!
 
- Pero si estamos en Suiza - dijo un camarada.
 
- ¿Te crees que no lo sé, Grigorii? - dijo Vladímir, con cierto cansancio.
 
A continuación les expuso su plan para llegar al núcleo de la naciente revuelta contra la tiranía. Consistía en hacerse pasar, astutamente, por un sordomudo sueco, a fin de atravesar de alguna forma las muchas millas que separaban Zúrich de Petrogrado, a través de un continente en estado de guerra; y una vez en Petrogrado proceder a controlar, no, ejem, mejor digamos guiar la revolución obrera y campesina y transferir el poder a los sóviets etcétera etcétera.  Entre sus filas, sin embargo, cundió el escepticismo ante la idea. ¿Un sordomudo sueco? ¿Acaso los sordomudos suecos tienen una visa especial para viajar por Europa?
 
- Bueno, un sordomudo sueco por lo menos puede entrar en Suecia, ¿no? - dijo Vladímir.
 
- ¿Y qué? La revolución no ha estallado en Suecia, Ílich.
 
- ¿Y por qué sordomudo?
 
- ¡Porque no sé hablar en sueco, copón! - gritó Vladímir.
 
- No das el pego de sueco, Ílich. Perdona que te lo diga, pero no pareces sueco ni de coña - dijo Radek, un bolchevique polaco que se hacía pasar por tipógrafo austriaco.
 
- Y además hay que cruzar Alemania - dijo otro - No esperes que los militaristas alemanes te dejen pasar, seas un sordomudo sueco o un cantante de ópera de Luxemburgo, ya que estamos. Ostras, andan de un paranoico que...
 
- ¿Y nosotros? - preguntó otro - ¿Qué pasa con nosotros, eh? ¿Acaso nos vamos a disfrazar todos de sordomudos suecos, o cómo? ¿Un grupo de sordomudos suecos que se dirige a Rusia para asistir a una convención de sordomudos? ¿En serio?
 
Vladímir gruñó algo ininteligible y se retiró a su cuartucho para meditar un nuevo plan en soledad. Sus camaradas, tomando café y pastas en una taberna junto al lago, estaban convencidos de que el gran líder pronto daría con la solución. Radek le dijo a Lermontov:
 
- Ya verás cómo al final acaba admitiendo que la mejor forma de llegar a Petrogrado es pidiéndoselo por favor a los hunos.
 
- Seguro - dijo Lermontov - A los alemanes les interesa. Les dices "guerra en dos frentes" y se les pone la cara blanca como un papel, ¿sabes?
 
- Ya, pero es curioso. Quiero decir, acuérdate de ese capitán o lo que fuera que habló con nosotros - dijo Radek -. Era la quintaesencia del militarismo, parecía que le habían metido una escoba por el ojete de lo tieso que andaba. Un ejemplo perfecto de la clase junker ultraconservadora terrateniente como no he visto otro, pero me estrechó la mano y me dijo: "Nosotros y vosotros podemos entendernos, en aras de un bien mayor".
 
- En aras de un bien mayor, ya te digo. No tienen ni puta idea - dijo Lermontov, riéndose.
 
- Aunque ese mismo capitán también habló con los mencheviques, creo - observó Radek, cargando su pipa y encogiéndose de hombros.
 
- El caso es que al final Ílich tendrá que bajarse los calzones.
 
- Hasta abajo del todo.
 
Así hablaban cuando Vladímir reapareció por fin, acompañado por su esposa Nadezhda Krúpskaia, Uliánov con su rostro tártaro lleno de temeraria determinación, Nadia con aspecto de querer estar en cualquier otra parte, preferiblemente en su cama, durmiendo.
 
- Ya lo tengo, camaradas - dijo Vladímir.
 
- Cuéntanos tu plan - dijeron - Te obedeceremos en todo, ya lo sabes.
 
- Alquilaremos un avión - dijo Vladímir, ufano.
 
Se hizo el silencio. No se oía ni una mosca, el silencio era tan espeso que se podía cortar con una bayoneta: una pared de silencio.
 
- ¿Alquilar un avión, camarada Lenin? - dijo al cabo Grigorii Zinóviev.
 
- Sí - dijo Vladímir, que empezaba a enfadarse otra vez.
 
- Pero si no tenemos un puto rublo - dijo Zinóviev -, ni mucho menos marcos suizos, Ílich.
 
- ¡Pues entonces lo robaremos! - estalló Vladímir - ¡Que os den por el culo, hatajo de pequeñoburgueses, hienas con cara de cerdo! ¡Traidores, ratas de cloaca! ¡No tenéis sangre corriendo por las venas, tenéis té flojo, malditos seáis! ¡Se acercan tiempos de fuego y de hierro pero aquí tengo a una pandilla de mentecatos preocupados por los tipos de cambio! ¡Ojalá os...!
 
- Habla con los alemanes, amorcito mío - dijo Nadia.
 
Vladímir dejó de vociferar, más que nada porque su rostro enrojecido empezaba a dar muestras de combustión espontánea.
 
- Sabes que es la única forma - dijo Radek recogiendo el testigo.
 
El gran líder se quedó pensando y mientras lo hacía, movía la mandíbula como un perro cuando sueña que caza.
 
- Putos alemanes - dijo Vladímir tras decidirse - Al final tendré que dejar que los putos alemanes me dejen el culo como un bebedero de patos.
 
Y de ese modo, guiados por el liderazgo inquebrantable de Vladímir Uliánov, los bolcheviques rusos fueron a la embajada alemana en Berna y le expusieron a las autoridades germanas su pretensión de acudir a Rusia para estar con sus familias y asistir como espectadores a uno de los momentos más significativos de la larga historia de su país, y tal. Y las autoridades germanas en Berna lo consultaron con sus superiores de Berlín, y recibieron el beneplácito de la cancillería del Reich, el Oberkommando des Heeres y el puto Káiser. ¡Magia! Y así es como Alemania puso un tren entero, un tren sellado y vigilado por tropas alemanas, a disposición de Vladímir, su esposa Nadezhda, treinta de sus más devotos seguidores y un niño pequeño llamado Robert.
 
(Por cierto, el tren era un vehículo de austero lujo prusiano adscrito al servicio del príncipe Friedich Wilhelm Victor August Ernst, hijo mayor de Guillermo II y futuro heredero de la dinastía Hohenzollern).
 
Los heroicos revolucionarios subieron al tren en la estación fronteriza alemana de Gottmadingen el 9 de abril de 1917, calendario gregoriano. Un compartimento entero del vagón de segunda clase se destinó a la ocupación exclusiva del matrimonio Uliánov, mientras el resto, cuya importancia en el esquema revolucionario de las cosas era ni que decir tiene mucho menor, se apiñó en un vagón de tercera clase. Los dos oficiales alemanes que les escoltaban, muy jodidos por tener que hacer de niñeras de unos rusos anarquistas piojosos en vez de tener el honor de combatir en el barro de Flandes, con sus capotes feldgrau y sus gorras cuarteleras con una cinta roja, trazaron una línea con una tiza como a mitad del vagón de tercera clase y les dijeron:
 
- De aquí para allá, zona rusa ¿ja? De allá para aquí, Deutsch zone.
 
- Yo soy neutral, camaradas alemanes - dijo Fritz Platten, un hombre caracterizado por la anomalía de ser suizo y bolchevique - ¿Podría cruzar esta tosca frontera ficticia imperialista?
 
- Y una mierda.
 
- Vale. Solo preguntaba.
 
El primer gran problema al que tuvo que enfrentarse el líder en lo que estaba destinado a ser un trayecto épico (un imperecedero mojón en la historia rusa y mundial) fue relativo al tabaco. Algunos bolcheviques fumaban y otros no. A Vladímir no le gustaba el olor a tabaco; y dado que su compartimento de segunda clase estaba pegado a la zona de tercera clase donde Karl Radek fumaba sus hediondas pipas, decretó que la única zona disponible para entregarse al pequeñoburgués vicio del tabaco era el único cuarto de baño con el que contaban. Lo que condujo a otro problema: cuando la follamiga de Vladímir, Inesse Armand, fue al cuarto de baño con la intención de hacer las cosas que se suelen hacer en los cuartos de baño, y encontró sentado en la taza a Grigorii Zinóviev fumando una de sus tagarninas ucranianas, se quejó amargamente al gran líder. Éste tomó una meditada decisión tras considerar todos los aspectos de la coyuntura, y usó un libro de visitas con el sello de la casa Hohenzollern que encontró debajo de un asiento para redactar una serie de Pases para Usar el Cuarto de Baño (PUCB), que estaban divididos en PUCB-1, pases de primera clase, y PUCB-2, pases de segunda clase, de los cuales los PUCB-1 otorgaban primacía a la hora de utilizar el cuarto de baño y correspondieron a los camaradas no fumadores de la expedición, mientras que los camaradas fumadores hubieron de contentarse con los PUCB-2. Y ocurrió también que Radek empezó a imitar al gran líder citando sus esclarecedoras puntualizaciones a la dialéctica hegeliana tal y como pueden leerse (con provecho) en la obra del gran líder Empirismo y empiriocriticismo (1905), lo que provocó las risas de Olga Ravich. Y como quiera que Olga Ravich era muy conocida en los círculos revolucionarios europeos de tinte marxista por sus carcajadas caballunas, el gran líder hubo de abandonar su puesto junto a Nadezhda, acudir a la zona de tercera clase y decir:
 
- Ya basta, me cago en todo. Que me tenéis hasta las pelotas.
 
Tras lo cual ordenó el exilio de Olga Ravich al rincón más alejado, justo ante la línea hecha con tiza por los oficiales alemanes, quienes estaban flipando mucho con aquella panda. El caso es que el tren sellado atravesaba la despoblada y famélica Alemania como "una inyección horrible llena hasta arriba de bacilos de la peste negra", metáfora que debemos a los libros divulgativos nazis. El 10 de abril, tras una larga noche que los bolcheviques pasaron dando palmas, bebiendo y contando chistes pese a las periódicas llamadas al orden de Nadezhda Krúpskaia (que era un poco tiquismiquis, para qué negarlo) el tren llegó a Stuttgart durante una movilización y todos vieron a una multitud de jovencísimos soldados con casco de hierro en forma de orinal atestando las calles (verlassen, eins, zwei, drei, rechte Ansicht). Y luego alcanzaron Frankfurt. Habían gastado todas sus provisiones y obtuvieron la venia de las autoridades de la ciudad para que el neutral Platten abandonara el tren y fuera a una tasca a pillar salchichas y cerveza.
 
- Oiga, camarada, ¿no podría prestarme algo? - le dijo Platten a uno de los escoltas - Estoy tieso, sabe usted.
 
- Mein Gott in himmel.
 
Y así entre unas cosas y otras (también hay que reseñar, se nos olvidaba,  el momento en el que el pequeño Robert empezó a cantar a grito pelado La Marsellesa, hasta que los alemanes dijeron iros a la tomar por culo, hostia puta ya,  como sigáis dejando que ese puto crío cante mierdas francesas os pegamos un tiro, ¿no sabéis que el gran Reich alemán está en guerra con Francia, putos gilipollas?) el tren llegó a la estación de Postdam, en Berlín. Por algún motivo las autoridades berlinesas consideraron apropiada la detención del tren sellado durante doce largas y tensas horas, cosa que encrespó los ánimos de los revolucionarios ya que se les había acabado la cerveza. Durante todo ese tiempo Vladímir, de pie y con los dedos índices metidos férreamente en las costuras de su astroso pantalón, a la manera de los abogados rusos, el rostro pétreo, la mandíbula en constante movimiento, miraba por la ventanilla, quizá cagándose en todo según su estilo. Pero el 12 de abril de 1917, calendario gregoriano, un jueves, los alemanes dieron por fin permiso para abandonar el tren. Vladímir y los suyos fueron escoltados por un ala de caballería ulana hasta la frontera con Trelleborg, en Suecia, frente al mar Báltico, lugar donde tomarían un ferry hasta Estocolmo.
 
- Confirmado: los rusos piojosos ya están fuera del Reich - le dijeron por teléfono al canciller alemán von Bethmann Hollweg mientras desayunaba té de ortigas.
 
- Bueno. A ver si nos sale bien la jugada.
 
¿Se podría decir que los suecos acogieron a los bacilos comunistas con entusiasmo desbordante, con toneladas de confeti, con desfiles y bandas de música y fuegos artificiales y alegría loca? Sí, se podría decir tal cosa si estuvieran leyendo una historia de la revolución escrita en la Unión Soviética durante la década de 1930, no este puto rollazo, pero tampoco es que los recibieran de malas. El alcalde de Estocolmo acudió a recibir a Vladímir, le estrechó la mano y le dijo cuatro zalamerías diplomáticas. Hasta acudió un camarógrafo para obtener algunas secuencias filmadas de Vladímir, con un gorro de piel de marta, gesticulante, andando de aquí para allá, dando un discurso frente a una delegación de obreros suecos que parecen bastante receptivos. Los socialistas suecos le ofrecieron un banquete.
 
- Camarada Lenin, son momentos gloriosos para la causa de la revolución - le dijeron a Vladímir los socialistas suecos.
 
- Sí, sí, camaradas - dijo Vladímir mientras masticaba la ternera.
 
- Sin embargo, todo debe hacerse sin derramamiento de sangre, ¿no es así, apreciado camarada Lenin? Es la hora de la concordia universal - dijeron los socialistas suecos - , las matanzas insensatas deben terminar. Tres largos años de guerra ya. ¿O son cuatro? El mundo está cansado de tanta lucha. Los estertores del sistema capitalista, a los que asistimos llenos de ilusión y esperanza, no deben culminar con una oleada de destrucción, ¿no lo cree usted, camarada Lenin? ¡No debe haber atrocidades en Rusia!
 
- Sí, claro, pásenme más de esa salsa, ¿cómo dicen que se llama? Está para chuparse los dedos - dijo Vladímir.
 
- Hemos de ser las gentiles comadronas de una nueva era, una era de paz y hermanamiento mundial - afirmaron los socialistas suecos, que quizá estuvieran un poco confundidos.
 
Un poco más tarde, Karl Radek recibió la visita de un tipo llamado Alexander Helphand, también conocido en ciertos círculos como Parvus, que era un industrial alemán con montones de dinero e ideas avanzadas; y cuyos tenebrosos tentáculos operaban en las sombras del siglo. Pues este Parvus igual te vendía cuatro toneladas de proyectiles de artillería adaptados para esparcir fosgeno como que te compraba la lealtad de los ministros turcos. Con el fin de apoyar a la causa, cualquier causa, la que fuera.
 
- ¿Tienes la pasta? - le dijo Radek a Parvus.
 
- Sí señor, cinco millones de marcos del Reich. ¿Se te ofrece algo más?
 
- Sí, claro que algo más. Al jefe no le vendría mal un traje nuevo. Joder, parece el hermano pordiosero de Rasputín. Y necesitamos información, información fidedigna. Esos suecos payasos no hacen más que hablarle de unicornios rosas y duendecillos del amor. Está a punto de estallar. ¿Qué cojones está pasando en Petrogrado?
 
Y Parvus/Helphand le explicó lo que sabía. La guerra zarista contra Alemania continuaba, pero ahora bajo la supervisión de una stavka coja sometida a las veleidades del Parlamento. Iba mal, la guerra: derrotas, deserciones en masa, retiradas, hambre, motines. La familia del zar y las garrapatas aristocráticas habían abandonado el escenario, pero andaban cabildeando tras la bambalinas. Los campesinos no estaban contentos, los obreros estaban en huelga, los soldados se dedicaban a colgar a los oficiales. Económicamente, Rusia era un muerto viviente a punto de enterrarse a sí mismo. Y en lo político el caos era tan caótico que ni Dios sabía lo que iba a pasar mañana. En resumen: un panorama de lo más terrorífico.
 
Radek asintió aparentemente complacido.
 
- Y ya que mencionabas a Rasputín - dijo Parvus - no sé si sabrás que se lo cargaron. Y dicen que le cortaron la polla.
 
- Caramba, pobre loco hijo de puta. Lo de que estaba en el infierno ya lo sabíamos, pero no lo de su aparato - dijo Radek - ¿Y qué hacen los nuestros? 
 
- Quietos en la mata. Kámenev en Petrogrado dice que hay que obedecer a la Duma de momento... está haciéndoles el juego a los mencheviques, o a lo mejor se ha vuelto menchevique. A saber. Y luego está ese georgiano, ese tal Vasili o no sé qué...
 
- ¿Te refieres a Iósiv? - dijo Radek, riéndose - ¿Ese tarambana que quiere que le llamen El Hombre de Acero? Menudo muerto de hambre. Al jefe se la suda lo que haga ese capullo.
 
- Bueno, así están las cosas. ¿Crees que tenéis alguna posibilidad?
 
Radek se dispuso a preparar su pipa, con calma y suma atención. Se subió los anteojos de ratón de biblioteca por el puente de la nariz, pues no paraban de resbalarle, y por fin dijo:
 
- ¿Es que no sabes lo que anda siempre diciendo el camarada Ílich? - y aquí imitó esa voz atiplada y chillona - Cuanto peor, mejor.
 
 
¡Aquí termina el capítulo piloto de la nueva serie Grandes momentos de la historia rusa contemporánea!
Próximamente llegarán los emocionantes capítulos Uliánov en PetrogradoBurgueses y chequistas y viceversa, Debemos y por lo tanto podemos, Gorki lo cuenta todo y Cthulhu vencedor.
¡Gracias por su tiempo, camaradas, y no olviden comprar en librerías y kioscos El método marxista-leninista para dejar de fumar!
 
 
 

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