sábado, 25 de enero de 2014

HISTORIA DE LA LOBOTOMÍA PARA DUMMIES

Desde hace mucho tiempo han existido dos grandes corrientes en la psiquiatría y la psicoterapia. Los hay, como Freud y los psicoanalistas, que piensan que la enfermedad mental responde a un problema, conflicto, déficit o similar en la mente. En otras palabras, la enfermedad mental, aunque puede tener un sustrato patológico en la estructura física del cerebro, en última instancia ha de curarse actuando sobre la mente. Esto puede hacerse de muchas maneras: podemos hacer asociación libre y liberarnos de ideas reprimidas y así curarnos de una neurosis; o podemos acudir a salas donde todo el mundo se ríe a carcajadas locamente mirándose entre sí con ojos que dicen MATADME POR FAVOR y llamar a eso risoterapia, por ejemplo.


¿Gente mentalmente sana o maniacos homicidas?
Siempre quedará la duda.
 
Pero los que apoyan la otra tendencia radican todo trastorno mental en la estructura física de la nuez carnosa que tenemos en la cocorota. Esta tendencia es propia de neurobiólogos, neuroanatomistas, neurofisiólogos y otros expertos en la susodicha materia cerebral sensu stricto. Para muchos de ellos, nos tememos, algo como la mente no existe. Solo existe aquello a lo que se pueda llegar con el bisturí.
 
Herr doktor Gottlieb Buckhardt pertenecía a la tendencia número 2. Era superintendente de un hospital psiquiátrico suizo y estaba hasta las pelotas de un grupo de pacientes esquizofrénicos que no dejaban de comportarse como unos auténticos burros. Les propinaban golpizas a otros internos y a los celadores, dábanse cabezazos contra las paredes en una época en la que el concepto de Habitación Acolchada no era universal y aullaban a la luna. Inaguantable. De modo que un buen día de 1890 GB cogió a 6 de los más problemáticos y los ató con recias correas a sendas camas. Luego practicó unos agujeros en sus cráneos con un aparato similar al sacacorchos que utilizaría un cenobita de Hellraiser para abrir la botella de vino tinto en el Infierno, y les extrajo trozos de sus lóbulos frontales. Esperemos que utilizara algún tipo de anestesia, aunque se tratara de cloroformo. Le pareció que había hecho bien, ya que aunque 2 de los sujetos murieron (quizá GB les había extraído demasiado lóbulo frontal) los otros cambiaron radicalmente de comportamiento. De hecho, hasta carecían de comportamiento. Si GB hubiera sido un bokor haitiano los habría llamado zombis.


Un cráneo con evidencias de trepanación buckhardtiana.
Cortesía de Asylum Science.
 
 
El buen doctor decidió publicar su hallazgo en una prestigiosa revista médica centroeuropea. No obstante, y para su estupefacción, casi todo el mundo se le echó encima, le puso verde y le llamó de todo menos bonito. Por ejemplo, mutilador de cerebros. Hubo un puñado de visionarios que emplearon el método en instituciones mentales colapsadas, pero eran mayoría los médicos que pensaban que aquello era muy chungo, joder.
 
Sin embargo, la idea de sosegar seres mentalmente perturbados mediante manipulaciones bizarras de su materia gris echó débiles, pálidas raíces. Y en 1935, un neurocirujano de la universidad de Yale llamado doctor John Fulton decidió aplicar el tratamiento burkhardtiano a sus chimpancés, unos animales incorregibles que eran el terror del laboratorio de la Facultad de Medicina de la universidad de Yale y que, como chimpancés que eran, no soportaban verse encerrados en jaulas diminutas, mordían los dedos de los cuidadores, robaban comida y arrojaban sus meados y cagadas a la cara del doctor John Fulton. Fulton llamó a su operación leucotomía y se congratuló al comprobar que los putos monos se habían convertido en unos seres apáticos, imperturbables, que se dejaban viviseccionar tan ricamente. Tan entusiasmado estaba Fulton que decidió exhibir a algunos de ellos en un congreso de Neurocirugía que iba a celebrarse en Londres.
 
A ese congreso acudió la crème de la crème de la luminosa elite de mutiladores de cerebros a nivel global. Por ejemplo, ahí estaba el insigne Iván Pávlov, a quien hasta los niños de preescolar de Noruega conocían por sus divertidos experimentos con perros babosos y campanillas. También acudieron dos estrellas en ascenso del neuropanorama de los años treinta del pasado siglo. La estrella venida de Portugal se llamaba Egas Moniz y la estrella venida de Norteamérica se llamaba Walter Freeman. Ambos quedaron fascinados con los chimpancés de Fulton; ambos decidieron llevar a cabo leucotomías con sus propios pacientes humanos en sus propios sanatorios mentales.


Iván Pávlov posando como lo que era:
una superestrella.
 
 
Antes de los puñeteros chimpancés, las locas y los locos habían sido tratados con electrochoques; y antes de eso con lavativas, sanguijuelas, manguerazos de agua fría y grilletes; y antes todavía se les arrojaba en agujeros para que se pudrieran o se les pegaba fuego por herejes. Moniz y Freeman, naturalmente, y como hombres de mentalidad ilustrada y nobles sentimientos que eran, consideraban bárbaros estos procedimientos y querían mejorar las cosas. Es curioso que pensaran que la técnica Burkhardt-Fulton no fuera bárbara sino más bien la octava maravilla, pero los enamoramientos son así: irracionales (y estamos hablando desde el pedestal biempensante que se alzó gracias al Valium). Moniz, por ejemplo, nada más regresar a su patria adoptó un marchoso lema para la Nueva Era de la Neurocirugía:
 
NÓS DESTRUÍMOS PARA CURAR
 
 
, y puso en práctica la leucotomía en cuanto tuvo ocasión.

Egas Moniz, sonriente.
 
 
Debemos describir con grosero detalle lo que hizo Moniz exactamente, recordando que a) Moniz no era un psicópata que se deleitaba con sesiones de torture porn y que b) Moniz era un médico que suscribía el Juramento Hipocrático, cuyo primer precepto es No Dañar. La primera paciente fue una joven aquejada de ansiedad, melancolía e hipocondría. Un cuadro clínico un tanto diferente del de los esquizofrénicos de Burkhardt o los chimpancés incivilizados de Fulton, pero Moniz y su asistente Almeida Lima no podían esperar. Lima practicó dos agujeros en el cráneo de la chica (Moniz era ya abuelo y no se fiaba de su pulso) y luego inyectó alcohol en los agujeros. El alcohol era un ítem sugerido por Fulton para pacientes humanos. El caso es que el alcohol metílico no se lleva bien con el tejido cerebral: se lo come. Cuando retiró la aguja, Almeida no pudo evitar verter alcohol en otras regiones del lóbulo frontal, que también resultaron destruidas. Qué le vamos a hacer, pensaron. Pelillos a la mar. Satisfechos con el resultado, lo repitieron con otros 3 sujetos. Obtenían equivalentes humanos de los chimpancés de la universidad de Yale: todos se "calmaron" y eran más "manejables".
 
También presentaron nauseas, apatía, desorientación, problemas de memoria y se hacían aguas mayores y menores encima y se movían muy despacio y con torpeza, chocándose con las cosas.
 
En Estados Unidos, Freeman y su colaborador el cirujano James Watts actuaron con más prudencia que sus colegas lusos. Durante todo un año ensayaron la técnica con cadáveres. Cuando sus manos adquirieron destreza en el arte de meter agujas en los sesos de la gente empezaron sus pruebas con personas vivas. Su primera prueba fue una ama de casa con depresión que, todo hay que decirlo, se presentó voluntaria a la novedosa experiencia. Una vez que le hicieron lo que le tenían que hacer, los médicos le preguntaron que qué opinaba de la operación para paliar la depresión a la que había sido sometida, a lo que la mujer respondió que no se acordaba de haber sido sometida a ninguna operación, y por cierto tampoco recordaba haber estado deprimida. Al día siguiente, no se acordaba de los números que siguen al cinco ni el orden de los días de la semana, tartamudeaba y en general parecía un poco perdida.
 
Vale, dijeron Freeman y Watts: pero ya no tiene depresión, ¿no?

Doctor Walter Freeman, a la izquierda, y doctor James Watts, a la derecha;
preparando una de las suyas.
Cortesía de Wikipedia.
 
 
Tras trastear con otros cinco pacientes (uno de ellos sufría de insomnio) los dos hombres acordaron cambiar un tanto el procedimiento. En vez de practicar dos agujeros con un bisturí (que no deja de ser un cuchillo), ya que se dieron cuenta de que al retirar la hoja se arrancaban trozos de tejido cerebral, emplearon un pequeño taladro para horadar unos agujeritos de unos dos centímetros de diámetro en un lado del cráneo. Por ese agujerito introdujeron una cánula llamada leucotomo que vertía el alcohol gota a gota. A esta técnica la llamaron lobotomía, del griego lobo- ("lóbulo") y -tomíā ("incisión quirúrgica"). Como juzgaban que la lobotomía hacía efecto en el instante en que el paciente expresaba malestar y desorientación, se procedía con anestesia local, de tal forma que se le podían preguntar cosas al paciente (por ejemplo, su nombre) hasta que éste expresaba los efectos (por ejemplo, cuando no recordaba ya su nombre).

Mientras tanto, y gracias sobre todo a los esfuerzos evangelizadores de Moniz desde su hospital lisboeta, la lobotomía era trending topic y triunfaba por todas partes. Un neurocirujano italiano, Amarro Fiamberti, había ideado un nuevo perfeccionamiento: consistía en atacar directamente el cerebro a través de las órbitas de los ojos, por donde se introducían sustancias caústicas. Para realizar esta técnica era preciso dar con un instrumento lo bastante fino y aguzado como para ser introducido en el lacrimal. ¿Qué tipo de aparato podría utilizarse? Estamos hablando del picahielos. A este nuevo tipo de lobotomía nueva y mejorada, llamada transorbital, se la empezó a conocer muy pronto por el maravilloso sobrenombre de "lobotomía del picahielos".

Lobotomía transorbital: es esto.
Cortesía de Wikipedia Commons.


En 1941 Freeman (más propenso a tomar riesgos y sin formación formal en cirugía) y Watts (como cirujano del tándem, el más prudente) se pelearon a causa de la lobotomía del picahielos, ya que Freeman la consideraba la piedra filosofal de la lucha contra la demencia pero Watts no terminaba de convencerse. Finalmente, se divorciaron intelectualmente, y Freeman se sumió en una depresión. Lo raro es que nadie pensó en practicarle a Freeman una lobotomía para curársela.

Pero en 1945 Walter estaba lo bastante restablecido como para retomar la senda y empezar a realizar él mismo las lobotomías transorbitales (en años pasados había sido Watts el encargado de la parte técnica, pero recordemos que se habían peleado). Freeman no solamente quería curar a personas con un trastorno mental (más o menos) grave ya asentado, sino también a aquellas que presentaban los primeros indicios de una patología nerviosa. Tuvo mucho éxito, por ejemplo, tratando a soldados recién llegados de las campañas de ultramar y que sufrían lo que se llamaba fatiga de combate. En efecto: supongamos que has estado en Iwo Jima y un proyectil de mortero ha hecho pedazos a tus cinco mejores compadres haciéndolos caer como una lluvia sangrienta sobre tu cara. Por eso ahora eres incapaz de decir otra cosa que "mortero, mortero, mortero", y te pasas el día cavando una trinchera imaginaria. Pues bien, con la lobotomía transorbital te curabas: dejabas de hacer movimientos espasmódicos de excavación de trincheras y de gritar MORTERO. ¡Caso cerrado!

Freeman triunfaba como la Coca-Cola. En 1948 llegó al cénit de su carrera al ser elegido presidente del Consejo Americano de Psiquiatría y Neurología. Era tan jodidamente famoso que salía en televisión practicando lobotomías a locos sonrientes. De todas formas, y quizá para enfado de Freeman, Moniz seguía siendo más famoso que él. Cuando en 1949 el portugués recibió el Premio Nobel de Medicina, Freeman se resarció con su espectacular demostración práctica del Sanatorio Estatal de Nueva Jersey. Allí operó a una docena de pacientes en una única tarde, demostrando las bondades de la lobotomía en cuanto a rapidez y eficacia, y logrando que el director de la institución vomitara ante la visión de la sangre y los sesos concomitante a dicha rapidez y eficacia. Otro incidente sonado que tuvo a Freeman como coprotagonista fue el caso Frances Farmer. F Farmer era una estrella de Hollywood cuyo comportamiento apuntaba a un trastorno mental: no en vano, a) era comunista, b) bebía como un cosaco y se drogaba a modo y c) siempre estaba liándola parda en los rodajes y en su vida privada, con espectaculares peleas con amantes y declaraciones groseras a los medios, etcétera. Al principio la sometieron a electrochoques, pero Freeman, el lobotomizador en serie, logró convencer a las autoridades de que esa rojilla lo que necesitaba era un poco de picahielos. Tras pasar por las expertas manos del doctor, la Farmer no dio ningún problema hasta su plácida muerte en 1970. Años en los que su existencia no fue muy diferente de la de un ficus, según sus biógrafos. Lo curioso es que parece demostrado que todo esto es una invención posterior del lobby antilobotomía, de modo que no, Walter Freeman no era una bestia capaz de convertir bellas actrices en vegetales.

Así es, Freeman lo petaba, pero tras el ascenso siempre viene la caída. A partir de 1950, muchos médicos se atrevieron a contravenir el dogma y expresar sus dudas con respecto a la lobotomía. Las pruebas forenses indicaban a las claras los destrozos que el picahielos hacía en los cerebros, y los propios lobotomizados, que vagaban por los pasillos de los frenopáticos como muertos vivientes con batas de hospital, estremecieron a la opinión pública una vez se dieron a conocer más y más casos individuales. La puntilla fue el descubrimiento y aplicación en psiquiatría de sustancias químicas que producían resultados similares a la lobotomía pero sin necesidad de taladrar nada, y que por ende tenían efectos (en principio) reversibles. El número de lobotomías transorbitales realizadas en territorio estadounidense descendió con gran brusquedad; al poco tiempo, únicamente el pobre Freeman y un puñado de followers acérrimos defendía a voz en cuello los beneficios de su amada técnica curativa. En 1960 presentó un informe en el Congreso Psiquiátrico Mundial que fue duramente criticado y sobre el que se vertieron acusaciones de juego sucio con los datos: en él Freeman afirmaba que el 85 % de los pacientes tratados con lobotomía transorbital se habían curado de sus padecimientos, y que el 67 % incluso había podido reinsertarse en la sociedad cuerda y adoptar sus antiguos trabajos. Nadie le creyó. Y en 1962 Ken Kesey publicó su novela Alguien voló sobre el nido del cuco, donde se denuncian con palabras estupendas los horrores de la psiquiatría institucional y en la que la lobotomía adopta el papel de troll bajo el puente. A esas alturas, Freeman recurría a técnicas publicitarias dignas de una cadena de supermercados para mantener viva la llama del rebanamiento de lóbulos, y sus escasos seguidores llegaron a recorrer el país con grotescos lobotomóviles con los que viajaban de hospital en hospital voceando las bondades de sus picahielos como vulgares buhoneros. Hombre de verbo fácil, campechano aunque tornadizo, todavía lograba convencer a algunos. Pero en 1967, en lo que fue el último clavo en el ataúd de su prestigio, rompió un vaso sanguíneo principal de una paciente y ésta falleció a las pocas horas. Nunca más volvió a practicar una lobotomía.

Paciente lobotomizado.
Cortesía del blog Nuestro Pensar.


Como siempre, Moniz había tenido más suerte. Falleció en 1955, con lo que los furibundos críticos de la lobotomía que surgieron después de esa fecha tenían que conformarse con fustigar un cadáver, que nada hace y nada siente. Freeman soportó el oprobio y no se arrepintió: cuando murió en 1972 todavía afirmaba que el picahielos era mucho mejor que esas malditas drogas. Hay que destruir para curar.

Posiblemente el último adepto de la Iglesia de la Lobotomía en el mundo occidental fue Jeffrey Dahmer, también conocido como el Carnicero de Milwaukee. En su caso, Jeffrey no pretendía curar a nadie de su trastorno mental (él mismo era un trastornado de cojones) sino obtener compañía humana sin necesidad de compromisos emocionales. Dahmer realizaba su búsqueda de compañía humana asesinando a jóvenes homosexuales y relacionándose sentimentalmente con partes de sus cuerpos, preferiblemente las cabezas, que guardaba en el frigorífico. Pero llegó el día en que cansó de esto y decidió hacerle una especie de lobotomía a Konerak Sinthasmophone; tras drogarle, le practicó dos agujeros en la frente con una Black & Decker de doble broca y luego introdujo en los agujeros cinco centímetros cúbicos de ácido muriático. Para ello usó una jeringa de marinar que había comprado en una tienda de enseres de cocina. Mientras Dahmer salía a buscar cerveza, el lobotomizado Sinthasmophone logró acceder a la calle, por la que deambuló en estado catatónico. Los policías que se toparon con él enseguida lo identificaron como un mariquita borracho; y al advertir la llegada de un nada sospechoso Dahmer, con un pack de latas de cerveza en una mano y una luminosa sonrisa, se reafirmaron en su teoría de que aquello era una movida romántica gai y dejaron que el monstruo se llevara a su víctima moribunda de nuevo a la casa de los horrores. Una vez a solas, Dahmer decidió que era necesaria otra dosis de ácido en el cerebro, pero en el segundo vertido el chico murió. Fracasado su primer intento de obtener compañía zombificada, decidió usar agua hirviendo en vez de ácido muriático, y cuando lo probó con la víctima Jeremiah Weinberger, parece que tuvo éxito: el chaval podía hablar e ir al baño por su propio pie. Desgraciadamente, cuando Jeffrey regresó del trabajo Weinberger ya estaba muerto. Dahmer empezó a considerar la idea de aplicar descargas eléctricas en el cerebro de sus amigos, quizá con ayuda de una batería de coche, pero no llegó a poner esta variante en práctica ya que le pillaron (por fin). Acusado de nueve homicidios atroces, canibalismo y necrofilia, el Carnicero le dijo al doctor Dietz, psiquiatra de la defensa, que lo único que quería era "tener compañía".


Una muestra de la ejemplar sensibilidad con la que
los medios trataron el caso del Carnicero.


Otro experto, el doctor Fosdal, dijo perplejo en una entrevista: "Creo que este es el primer caso internacional de lobotomía casera".

Nada más lejos de nuestra intención que relacionar de alguna forma a Walter Freeman o Egas Moniz con el Carnicero de Milwaukee. Buenas noches.

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