domingo, 5 de mayo de 2013

MONDO LOVECRAFT

Howard Phillips Lovecraft fue un oscuro escritor de relatos de terror cósmico, nacido en Providence, Rhode Island, en el año 1890, y muerto en ese mismo lugar cuarenta y siete años más tarde, víctima de un cáncer de estómago. Su único trabajo conocido, aparte de garrapateador de folios, fue el de corrector de estilo (ghost writer) para una cierta variedad de personas, incluyendo al ilusionista Harry Houdini y una cantidad indeterminada de señoras aficionadas a lo gótico. Sus cuentos fueron publicados (los que lo fueron) en revistuchas pulp, ese tipo de revistas de papel barato (de hecho, era papel higiénico) en cuyas portadas aparecían pulpos extraterrestres acosando a jovencitas. Siendo norteamericano como era, se veía a sí mismo como un caballero inglés: opinaba que Estados Unidos era básicamente una aberración y entre sus amistades se presentaba muy ufano como “súbdito de su Graciosa Majestad” (hubo Lovecrafts en Devon en el siglo XVII). De niño él y su familia eran notorios excéntricos: si de un infante Lovecraft vestido como una niña por su medio loca madre pasamos a un joven Lovecraft disfrazado de árabe y dando gritos por la calle, podemos entender esa fama. Pese a la cantidad de taras psicológicas que cualquier freudiano advertiría en su persona, causadas por una extraña familia, se casó. Con una dependienta neoyorquina, divorciada y por ende judía. Y con la que vivió en Nueva York, que para Howard era una Babilonia moderna infectada por la plaga inmigrante. El insólito matrimonio (pues Lovecraft era un antisemita declarado y sentía aversión por las prácticas amatorias) no fue desgraciado, pero tampoco, hemos de decir, la cúspide de la felicidad humana. Se separaron a los tres años, los dos iguales a como eran antes: ella se fue a su tienda en Cleveland, Lovecraft volvió a Providence, la ciudad de los muchos chapiteles, con sus sobreprotectoras y ancianas tías. Tuvo también escasa vida social. Tenía muchos amigos, pero prefería comunicarse con ellos por carta; eso sí, cuando se decidía a visitar a alguien, con su traje oscuro de oficinista, siempre resultaba un huésped grato e interesante. No obstante, en el cara a cara resultaba pedante y un poco raro: había que saberlo llevar. Odiaba el mar con un odio visceral (lo que explica las horrendas criaturas pelágicas de muchos de sus cuentos). Le gustaban los gatos, que tuvo a puñados desde muy tierna edad: su preferido era conocido como Nigger Man (Negrata), lo que ofrece un atisbo de sus ideas raciales. También le gustaban los helados y tenía una gran sensibilidad térmica, por lo que se encontraba perfectamente a gusto a una temperatura de cuarenta grados (como constataron unos admiradores durante su tour por Florida), y se moría de frío cuando empezaba el suave otoño de Rhode Island. Era muy inteligente y de talante escéptico: se definía a sí mismo como “materialista mecanicista” y no creía en ningún dios. En sus años mozos sufría cíclicas obsesiones con las ciencias (primero la química, luego la astronomía), pero pronto descubrió que no dominaba las matemáticas. Cosa que le sumió en una severa depresión nerviosa. También sentía pasión (cosa que algunos biógrafos disfrazan de “leve tendencia”) por la idea de la superioridad de la raza blanca y hablaba en términos muy elogiosos del fascismo, el nacionalsocialismo, el Ku Klux Klan y demás encarnaciones del racismo blanquecino. No era extraño oírle decir: “Hitler arreglará Alemania; es un hombre de orden”. Hemos de comentar que esta actitud no era rara entre la pseudoaristocracia yanqui de la época: la actual concordia entre los seres humanos que hoy disfrutamos todos quedaba varias décadas en el futuro. No expresaba estas convicciones ante sus amigos judíos, pues Lovecraft era fascista como intelectual, pero demócrata como persona, y se guiaba por el código del caballero inglés estilo Alexander Pope. No obstante, su xenofobia enfermiza es un problema para muchos de sus admiradores. Abandonó Nueva York principalmente porque debía soportar la visión de la multitud de “cretinos subhumanos de todas las razas degeneradas” que atestaban sus calles. Empezó con los afroamericanos, a los que llamaba cariñosamente “gorilas” o “macacos”, pero luego también dedicó palabras entusiastas hacia los habitantes de Asia (“inescrutable chusma amarilla”) e incluso a los emigrados rusos que arribaban a América escapando de la tiranía bolchevique: “el eslavo es un ser inferior particularmente sucio y brutal”. Es posible que también huyera de Manhattan debido a su congénita incapacidad de conseguir un trabajo remunerado y por miedo a vivir con su propia esposa. Sin embargo, es cierto que hacia el final de su vida renegó de su entusiasmo por los nazis y moderó su supremacismo.
 
 
El joven Lovecraft



Fue enterrado en una tumba barata en el cementerio municipal de Providence. Una vez alcanzó la fama, un grupo de sectarios cambió la modesta lápida por un monolito de medio metro que tiene grabadas las palabras I AM PROVIDENCE. Las viejas del lugar afirman que puede verse el nebuloso fantasma de Howard rondando el camposanto en las noches de Walpurgis.
 

Desde muy niño, era propenso a sufrir pesadillas terribles. Soñaba, por ejemplo, que unas entidades sin rostro y con alas coriáceas le agarraban por la barriga y le llevaban por los aires hasta espantosas ciudades muertas de negro basalto. No parece el típico terror de un adolescente. Durante toda su vida transcribió en un pequeño bloc de notas (que ahora conocemos como The commonplace book, el “libro de los lugares comunes”) sus experiencias oníricas. Éstas versaban sobre cualquier cosa imaginable, y por lo general harto siniestra. En uno de los sueños Howard se convertía en un prefecto romano que viajaba a un remoto enclave de Britania para sofocar un culto inenarrable; en otro tomaba el tranvía, cuyo conductor era un muerto viviente con un tentáculo en vez de cara. Cosas así. He aquí, en mi opinión, la fuente original de todo su arte: un subconsciente psicopático.
 
Como escritor, Lovecraft (HPL, tal y como firmaba sus muchas cartas), fue un desconocido absoluto en su tiempo: su nombre figuraba de tanto en tanto en la única publicación barata que admitía sus peculiares idas de olla, la así llamada Weird Tales (“Relatos extraños”). Después de su muerte, gracias a la fidelidad de sus escasos pero fanáticos continuadores, su legado fue adquiriendo cada vez más y más popularidad, sobre todo entre aquellos lectores varones demasiado imaginativos que no destacaban en los deportes, pese a que la crítica literaria seria siguió considerando su obra un afluente marginal y excéntrico del gran río (fangoso) de la Fantasía, o una mierda con todas las letras. Luego, más o menos por la época en la que El Señor de los Anillos triunfaba en los campus, llegó su momento. Ahora podemos emplear el adjetivo lovecraftiano: ¿cuántos escritores pueden presumir de haberse convertido en un maldito adjetivo?
 



HPL, pasmo mundial




Incluso muchos admiradores de su obra admiten que su estilo es difícil. Como otros tantos escritores que exploran lo macabro, abusa de los adjetivos, pero en su caso este abuso alcanza cotas de desquiciado barroquismo que harían vomitar a Góngora: aglutina en pocas líneas una pasmosa cantidad de epítetos tales como espantoso, horrible, abyecto, gibosa (siempre en referencia a la luna), inmundo, impío o viscoso y también de aquellos que dan idea de lo increíblemente antiguo, como arcaico, arcano, olvidado o primordial. Los entendidos lo llaman “sobre adjetivación subjetiva”. De Lord Dunsany (en realidad Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany) sacó varios apelativos para sus deidades extraterrestres y el tono numinoso de sus primeros esfuerzos; de M. R. James, la ley no escrita de que nunca hay que describir al monstruo (aunque hizo caso omiso de la misma en varias ocasiones). Veneraba a Edgar Allan Poe. Le gustaban otros maestros de lo tenebroso, en especial un hombrecillo galés llamado Arthur Machen, de cuyas historias extrajo la noción de razas prehumanas ya olvidadas pero que todavía sobreviven. Otros escritores que apreciaba eran Algernon Blackwood, Ambrose Bierce, Nathaniel Hawthorne, William Hope Hodgson y, en menor medida, Bram Stoker (aunque con Drácula orgasmó). No fue ajeno, pues, al saqueo literario, pero en su delirio alcanzó dimensiones visionarias. En un relato, según decía, lo principal es conseguir una buena atmósfera. Otros detalles que dan sabrosura a una narración, como personajes psicológicamente profundos o escenas de acción física, le resultaban accesorios. Todos sus héroes son hombres solitarios, muchas veces científicos o anticuarios, en la edad madura, y la mayoría de ellos acaban o bien muertos o bien hablando solos en algún frenopático. Lo máximo que llegan a hacer es visitar una antigua cripta provistos de un candil.

Las únicas mujeres con cierta entidad que aparecen en sus historias son un personaje maligno y posesivo, cuya mente es invadida por la de su bisabuelo, que era nigromante; y una albina deforme que en el pasado tuvo relaciones sexuales con un monstruo interdimensional llamado Yog-Sothoth. Y da a luz a dos criaturas: una es bastante humana, aunque mida dos metros y tenga cierto aspecto de cabra. La otra es invisible y come vacas.

Lovecraft nunca menciona el sexo, fiel a su puritanismo y quizá por motivos psicológicos. O simplemente porque pensaba que describir actos sexuales no era digno de un caballero. El testimonio de su ex esposa Sonia Greene parece confirmar que Howard practicaba el coito, aunque sin excesivo interés. Para ciertos exégetas del corpus lovecraftiano, el horror al sexo es uno de los motores de su prosa, y de ahí la siguiente afirmación de muchos estudiosos: sus tramas desquiciadas y aberrantes son una representación fuertemente sublimada de ese asco al metesaca. Ni siquiera cuando hace referencia a “perversas orgías” en los pantanos desliza ni una sola mención a esas cosas que alegraban el día a los lectores de historietas pulp. Hay quien supone que su Gran Dios Calamar Cthulhu es una metáfora de los femenina genitalia. Tenemos pues una vagina que vino del espacio exterior y descansa muerta pero no del todo en una ciudad ciclópea hundida en el Pacífico y que, cuando las estrellas estén en la posición correcta, despertará para reclamar lo que es suyo y aniquilar a la especie humana. Tal y como se narra en La llamada de la vagina.
                          
También se ha afirmado que sus horrendas creaciones, profusamente tentaculadas, repletas de viscosidad, alas de murciélago, ojos de tres lóbulos, pinzas de langosta y medio fúngicas, etcétera, son una representación alegórica del temor lovecraftiano hacia las razas humanas no arias. De este modo, los paletos con pinta de sapo y pez de La sombra sobre Innsmouth no son realmente híbridos espantosos, sino hombres de color, chinos y eslavos un poquito disfrazados. Todo puede ser.

En sus historias tampoco aparece el amor: a no ser el amor hacia tomos de magia negra mohosos o hacia las fachadas y tejados de ciertas iglesias protestantes.
 
Si bien es cierto que no ganó apenas nada con su arte, sí que obtuvo la admiración de un reducido grupo de friquis con tendencias similares, que la posteridad conoce como el “círculo de Lovecraft”. Miembros de este selecto culto fueron Robert Bloch, August Derleth, Frank Belknap Long, Clark Ashton Smith o Robert E. Howard (creador de Conan el cimmerio, hito del pulp, que por cierto se suicidó al no poder soportar la muerte de su mamá). Solían hablar mucho (por carta) y a veces se reunían para conversar sobre temas tan divertidos como la posibilidad de mantener un cerebro vivo separado del cuerpo, las antiguas brujerías de Nueva Inglaterra, los habitantes reptilianos del hundido continente conocido como Mu o la insignificancia del ser humano frente a la indiferente vaciedad del infinito cosmos. Todo esto mientras degustaban helados y las tías de Lovecraft tejían copetes en el piso de abajo. Los extravagantes miembros del Círculo disfrutaban imitando la obra del maestro, creando nuevas entidades alienígenas, puebluchos inexistentes y tomos de magia negra con nombres generalmente latinos, todo lo cual se mezclaría con incoherencia manifiesta para formar un verdadero evangelio. Los conocedores llaman a este potaje los mitos de Cthulhu. El mismo Lovecraft nunca se percató de que estaba creando una nueva religión, ateo como era; cuando estaba de humor, se refería a sus chorradas como “mis yogsothotherías”.
 
 
Una de sus obras maestras



Ah, hay algo que es incluso más conocido que el mito. Nos referimos a su biblia, un libro imaginario del que Lovecraft dio algunos atisbos en sus cuentos, en aras de la ambientación. Hablamos del Necronomicon. Todavía hoy existen personas (no necesariamente ocultistas dementes) que creen que este tomo maldito, compendio de todo el saber prohibido escrito por un musulmán renegado llamado Abdul al-Hazred que invocaba abominaciones en el siglo VII, es un libro de verdad. De vez en cuando, algún despistado sigue solicitando una traducción del libro maldito en alguna biblioteca importante, es posible que con la secreta intención de atraer a un shoggoth hasta su sala de estar. Para mear y no echar gota.
 


Pero pese a sus limitaciones artísticas y quizá psicológicas (o a lo mejor gracias a ellas), la literatura lovecraftiana ha sobrevivido a la marcha por el desierto, y ahora está más viva (más re-animada) que nunca. Multitud de admiradores redactan torpemente pastiches con su mitología; se venden adorables peluches con la forma de Cthulhu; proliferan los juegos de rol que se recrean en sus grotescos hallazgos; los grupos de trash metal hacen canciones sobre su cosmogonía (pongamos por caso Metallica); se estrenan películas basadas por lo menos tangencialmente en su universo (Prometheus, por citar un ejemplo reciente); existen hasta adoradores de Dagón en Facebook. Se puede aprender en Internet cómo se hace un nudo de corbata “R’lyeh”...  lo que es sin duda el horror cósmico definitivo.
 


2 comentarios:

  1. Lo que cuentas es inefable, inenarrable y hórridamente mucilaginoso, amigo mío. Y, desde luego, lo que es primigenio y ancestral es tu afición a las obras del Sr. Lovecraft. Seguro que el solitario de Providence estaría orgulloso de la emotiva semblanza que le has hecho.

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    1. Entre esto y "Prometheus" HPL debe estar aullando de horror en el vacío cósmico.

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